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5 sept 2011

Dominacion



—Has vuelto por mí —dijo, apretando su cuerpo contra el mío y levantando la cabeza. Quería que volvieses por mí. ¡Soñaba con que lo hicieras!
    Pero inmediatamente sollozó, al ver la expresión de mis ojos.
    —Entonces —dijo—, ¿por qué has vuelto?
    —Porque te deseo —le dije.
    —Me quieres —susurró.
    —No.
    —Realmente no lo entiendo.
    —¡Cuántas tonterías tenéis en la cabeza las hembras de la Tierra! —le dije, riéndome—. ¿Acaso no sabes todavía nada de tu increíble deseabilidad? ¿Acaso no sabes que los hombres se vuelven locos de deseo sólo con mirarte? ¿Todavía no eres consciente de la pasión que despierta la vista de tu cuerpo?
    —Sé que soy atractiva —dijo ella volviéndose con voz que reflejaba miedo e incertidumbre.
    —No eres más que una hembra ignorante. No sabes lo que provoca en los hombres la vista de tu cuerpo.
    —No —dijo con ojos centelleantes—. ¿Qué provoca?
    —Verte es desearte y desearte es querer poseerte.
    —¿Poseerme? —gritó, horrorizada.
    —Sí —dije yo—. Cada hombre desea poseer a su mujer, y desea hacerlo completamente. Quiere tener un absoluto control sobre ella, en todos los sentidos, y en cualquier momento. La dominación es una disposición genética de su naturaleza. Los hombres se dividen entre los que satisfacen los instintos de su naturaleza y los que no lo hacen. Estadísticamente, los hombres que los satisfacen son vitales, alegres, y viven largos años. En cambio, los que niegan su naturaleza son miserables, y las estadísticas dicen que viven menos tiempo, pues son víctimas habituales de numerosas enfermedades.
    —¡Los hombres desean que las mujeres sean libres! —me contestó Vella.
    —A veces —le corregí—, los hombres conceden ciertas libertades a las mujeres, creyendo que así serán más placenteras. Sin duda conoces al amo que, en ciertos momentos, permite a la muchacha que hable de sus sentimientos. Y la muchacha lo hace, con toda sinceridad. Pero esa muchacha sabe que ése es sólo un permiso momentáneo, que en cualquier momento volverá a retirársele. Eso hace que la muchacha se rebele, y así es como el amo le da lo que ella más hondamente desea, la deliciosa sensación de su dominación, la sujeción de su belleza, de su debilidad a la voluntad del amo.
    Vella no dijo nada.
    —Arrodíllate —le ordené.
    Ella obedeció.
    —¿Cuál ha sido la mujer más feliz de las que has conocido en Gor? —le pregunté.
    —Muchas de las mujeres felices que he conocido en Gor no eran más que esclavas.
    —¿Qué ocurriría si, para completar las condiciones necesarias para ser una mujer, fuese necesario, al menos en momentos cruciales, someterse a la dominación total de un hombre?
    —En ese caso —dijo Vella—, ninguna mujer tendría el derecho a ser una mujer.
    —Entonces, bajo estas circunstancias que acabamos de describir, ni una mujer ni un hombre tendrían derecho a ser ellos mismos.
    —Exacto.
    —Pues bien, las circunstancias que hemos supuesto son las reales, ni más ni menos. Es innegable que los hombres tienen una disposición genética a la dominación. ¿Te parece posible que esa disposición haya sido elegida para su aislamiento?
    Ella me miraba, arrodillada, sin contestar.
    —¿No te parece posible —continué preguntando— que el hombre y la mujer, juntos, de manera complementaria, formando una raza, como animales que son, se formaran por la aplicación de diversas fuerzas evolutivas? ¿Te parece posible que la biología haya dotado únicamente al hombre, discriminando a la mujer?
    —No —dijo Vella bajando la cabeza.
    —La naturaleza, al enseñarle al hombre a dominar —afirmé—, no se ha olvidado de mostrarle a su víctima.
    Vella levantó la vista, enfadada.
    —Sí —dije yo—, las víctimas son las mujeres bellas y lujuriosas. ¿Y cuáles han de ser las disposiciones genéticas de esas mujeres, oprimidas por los condicionamientos de una sociedad mecánica, impersonal e industrial como la de la Tierra, en la que el sexo es una molestia, en la que se cree que los seres humanos son un mecanismo demasiado complicado?
    —No lo sé.
    —Quizás haya en ellas una disposición a responder a la dominación, a buscarla por todos los medios, a desear ardientemente ser poseídas y controladas, pues para algo son hembras.
    —Lo que dices va contra muchas de las cosas que se me han enseñado.
    —Dime una cosa —volví a preguntarle—: ¿A quién prefieren las mujeres, al hombre fuerte o al hombre débil?
    —Al fuerte —respondió.
    —¿Por qué? ¿Cuál crees tú que podría ser la razón?
    Ella bajó la mirada, sin responder.
    —Tarl —dijo finalmente—. ¿Qué ocurriría si yo tuviese estos horribles sentimientos que describes? ¿Qué ocurriría si en el fondo de mi corazón desease que me controlara, que me poseyera un hombre, por completo?
    —Una sociedad saludable procuraría que tus sentimientos se viesen satisfechos.
    Ella levantó los ojos para mirarme.
    —La sociedad goreana —continué—, hace lo posible para que así sea. Supongo que habrás oído hablar de la relación entre el amo y su esclava, ¿no es así?
    —Sí, he oído hablar de ello.
    —La institución más completa para las mujeres, la que facilita su dominación total y absoluta, es la de la esclavitud femenina. ¿De qué otra manera podría dominarse completamente a las mujeres? ¿Cómo, sino siendo una esclava del hombre, podría ser una mujer más perfecta y completamente dominada, más dependiente de él, más vulnerable, más a la merced del hombre? Vella, preciosa Vella, mirarte es descarte, y desearte es querer poseerte completamente.
    —Eso es demasiado lascivo —dijo ella apenada—. Eso representa un deseo demasiado completo, y poco comprometedor. ¿Qué parangón tendría? Yo nunca he conocido una pasión como la que explicas. No puedo imaginar que un deseo así pueda existir. Me sobrepasa. Apenas puedo respirar al pensar que yo puedo ser una víctima desamparada del deseo.

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